Mi abuelita Chela me pagó el uniforme, y el Jefe Nacional Rover
me pidió que dirigiera para ese domingo, a modo de pensamiento espiritual, unas
palabras a los participantes de lo que sería mi primer y único ENARO (Encuentro
Nacional Rover). Era el verano de 1990, y teníamos toda la vida por delante. El
destino, Isla Grande, en el atlántico colonense.
Del viernes 9 de febrero al domingo 11, nos reuniríamos para
hablar de nuestros asuntos, conocernos, y juntos proyectar el futuro de nuestra
rama dentro del movimiento nacional Scout. Éramos la culminación de un proceso
de transmisión de valores que comenzó en la manada de lobatos y pasó por la
tropa. Iban a ser días radiantes de verano para un puñado de buenos jóvenes.
Al pasar los años la memoria se fija. Las muescas en el
alma, su escandaloso silencio y su rugido de mar no dan tregua nunca; visitan,
quiera uno o no, la vida cotidiana para restregarnos el miedo que creemos tener
atado en corto. Treinta y cinco años después me veo sentado con mi patrulla
almorzando, y un rover chiricano, empapado, nos dice que se habían caído siete
compañeros al agua. Corrí con la certidumbre de que nada es imposible para el
rover, queriendo recoger palos y ramas de palma largas para tenderlas a las
manos zozobrantes de mis amigos, y escucho la voz del chiricano en la carrera
diciendo que eso no sirve, y constatar, al llegar al lugar de la tragedia,
Punta Miraculo, que solo una muchacha flota por su vida. Me agarraron, iba a
tirarme al agua, y me dijeron que no se podía, y por primera vez supe que hay muchos
imposibles para el rover, para todo ser
humano.
El mar, ese que Alberti pintaba en su poesía, rugía,
amenazaba con tragarse la isla. Las olas atlánticas reventaban violentas contra
los arrecifes. Un hombre amarrado a una gruesa soga se lanzó a rescatar a
aquella muchacha que flotaba, y el alma le regresó al cuerpo, la salvaron, se
salvó. El saldo final: cuatro rovers fallecidos. Ese 10 de febrero, la noche se
nos vino encima a las 12:55. Y el mar rugía, y yo le temí para siempre.
Miro los recortes de prensa. En internet no hay información
sobre aquel suceso. El domingo por la mañana me tocó hablar, uniformado y sin
saber bien que decir. No recuerdo que dije: me veo delante de un grupo
consternado que buscaba respuestas y asideros para continuar. En la ciudad de
Panamá, la noticia saltó esa mañana de domingo. La tristeza y la confusión
tomaron mi casa y no hubo paz hasta que llegué. Mi hermano abrió la puerta y le
abracé fuerte, le dije que no pude hacer nada. Pablo me consoló de mi tristeza
abrazándome más fuerte.
Un día de verano, sentado en una playa española, con el
miedo en el alma, mi hija mayor me dijo «vamos». Lucía, mi niña valiente a sus
escasos tres años, que domaba las aguas con su inocencia de sirena en ciernes, me
llevaba del dedo índice hacia el agua. Iba detrás de ella, y el mar apenas susurraba
espuma de estío. Aquel día mi hija me devolvió el mar de Alberti, derrotó mis
viejas tristezas. Recordé a Alain, a Claudio, a Nelson y a Omar.
En la memoria, vuelvo a Isla Grande para visitar las
ausencias. Treinta y cinco años después, las imágenes permanecen nítidas, «Siempre
listo» el recuerdo, y la mano izquierda, cercana al corazón, tendida en saludo
fraterno, donde se lleva a los compañeros ausentes y no hay lugar para el
olvido a pesar del miedo, a pesar del tiempo.