10 febrero, 2025

Vuelta a Isla Grande

Mi abuelita Chela me pagó el uniforme, y el Jefe Nacional Rover me pidió que dirigiera para ese domingo, a modo de pensamiento espiritual, unas palabras a los participantes de lo que sería mi primer y único ENARO (Encuentro Nacional Rover). Era el verano de 1990, y teníamos toda la vida por delante. El destino, Isla Grande, en el atlántico colonense.

Del viernes 9 de febrero al domingo 11, nos reuniríamos para hablar de nuestros asuntos, conocernos, y juntos proyectar el futuro de nuestra rama dentro del movimiento nacional Scout. Éramos la culminación de un proceso de transmisión de valores que comenzó en la manada de lobatos y pasó por la tropa. Iban a ser días radiantes de verano para un puñado de buenos jóvenes.

Al pasar los años la memoria se fija. Las muescas en el alma, su escandaloso silencio y su rugido de mar no dan tregua nunca; visitan, quiera uno o no, la vida cotidiana para restregarnos el miedo que creemos tener atado en corto. Treinta y cinco años después me veo sentado con mi patrulla almorzando, y un rover chiricano, empapado, nos dice que se habían caído siete compañeros al agua. Corrí con la certidumbre de que nada es imposible para el rover, queriendo recoger palos y ramas de palma largas para tenderlas a las manos zozobrantes de mis amigos, y escucho la voz del chiricano en la carrera diciendo que eso no sirve, y constatar, al llegar al lugar de la tragedia, Punta Miraculo, que solo una muchacha flota por su vida. Me agarraron, iba a tirarme al agua, y me dijeron que no se podía, y por primera vez supe que hay muchos imposibles para el rover,  para todo ser humano.

El mar, ese que Alberti pintaba en su poesía, rugía, amenazaba con tragarse la isla. Las olas atlánticas reventaban violentas contra los arrecifes. Un hombre amarrado a una gruesa soga se lanzó a rescatar a aquella muchacha que flotaba, y el alma le regresó al cuerpo, la salvaron, se salvó. El saldo final: cuatro rovers fallecidos. Ese 10 de febrero, la noche se nos vino encima a las 12:55. Y el mar rugía, y yo le temí para siempre.

Miro los recortes de prensa. En internet no hay información sobre aquel suceso. El domingo por la mañana me tocó hablar, uniformado y sin saber bien que decir. No recuerdo que dije: me veo delante de un grupo consternado que buscaba respuestas y asideros para continuar. En la ciudad de Panamá, la noticia saltó esa mañana de domingo. La tristeza y la confusión tomaron mi casa y no hubo paz hasta que llegué. Mi hermano abrió la puerta y le abracé fuerte, le dije que no pude hacer nada. Pablo me consoló de mi tristeza abrazándome más fuerte.

Un día de verano, sentado en una playa española, con el miedo en el alma, mi hija mayor me dijo «vamos». Lucía, mi niña valiente a sus escasos tres años, que domaba las aguas con su inocencia de sirena en ciernes, me llevaba del dedo índice hacia el agua. Iba detrás de ella, y el mar apenas susurraba espuma de estío. Aquel día mi hija me devolvió el mar de Alberti, derrotó mis viejas tristezas. Recordé a Alain, a Claudio, a Nelson y a Omar.

En la memoria, vuelvo a Isla Grande para visitar las ausencias. Treinta y cinco años después, las imágenes permanecen nítidas, «Siempre listo» el recuerdo, y la mano izquierda, cercana al corazón, tendida en saludo fraterno, donde se lleva a los compañeros ausentes y no hay lugar para el olvido a pesar del miedo, a pesar del tiempo.

No hay comentarios: