Tengo el privilegio de ser el hijo de más de una mujer. Y no
es cosa que se elija: la vida, tantas veces ruda, se las arregla para acercarte
de niño a otra mujer que te mete en su corazón y se convierte en otra madre. Creerán
que es un afecto transitorio, de cuando uno era chico, o que solo duró lo que
la relación con el papá de uno, pero no, que va, esas madres siguen siéndolo
más allá de las circunstancias.
Las madres que tengo lo siguen siendo a pesar de la
distancia y del tiempo que parecen habernos alejado. En sus voces, el Pedrito o
el Pedro con el que me nombran sigue sonando tierno, a consuelo, a bálsamo que
calma la ausencia de mi propia madre. Esas mujeres siguen mirándome a los ojos
del niño que fui, sabiendo lo que temo, lo que añoro, lo que me hace falta.
“Uno es su niñez… uno es una suma mermada por infinitas
restas”, dice Sergio Pitol, y en esa aritmética vital, las madres que por la
gracia de Dios he sumado, han hecho mella en mi carácter, han dejado sus
huellas de amor y esperanza que configuran el hombre que soy: esas mujeres de
mi vida son el activo afectivo que tengo.
Madre hay más que una, sí, ¡claro!, pero es una la que “sobrepasa
a todas”, como dice Salomón. Sumar madres te mantiene a ras de suelo, centrado
en la vida y la esperanza. Hablar de madres, en este plural agradecido, es un
homenaje a mi mamá, que me enseñó a quererlas a todas como una bendición.
Para todas ellas, en este día de la madre, felicidades. A
pesar de lo duro del camino, aquí sigo, con el cariño intacto, la nostalgia a
mano, y con la memoria cargada de las buenas cosas que me dejaron. Hasta el
cielo, mamá, este recuerdo de ti y de lo que me enseñaste: a ser siempre agradecido.
Artículo publicado en el diario La Prensa (puedes leerlo aquí también), martes 6 de diciembre de 2022.