31 julio, 2024

Memoria olímpica

Cien años después, los franceses vuelven a organizar unos juegos olímpicos, pero antes los pusieron en marcha en 1896 (la historia de Pierre de Coubertin es interesante), planteándole al mundo la idea de que más deporte y educación, mezclada con valores de paz, respeto y concordia beneficiarían al mundo. París es una fiesta deportiva a pesar de una aburridísima ceremonia de apertura, con momentos brillantes y otros para olvidar.

Lo que hay que recordar de estos juegos olímpicos es que ocho deportistas panameños están compitiendo, y que lo hacen básicamente por su propio tesón y disciplina, y no por el esfuerzo del gobierno por dotar al país de las infraestructuras necesarias para poder crecer como «nación deportiva» que, como la «nación cultural», mueve el PIB por más que no se quiera reconocer. Aunque es cierto que tenemos otras prioridades como país, necesitamos tomarnos en serio la cultura y el deporte.

Queda en nuestra memoria olímpica la intervención de Hillary Heron en estos Juegos de París. La elegancia, la técnica y el esfuerzo; la mirada orgullosa de sus padres; los nervios de su familia y sus admiradores; la complicidad con sus entrenadores; la camaradería con las demás deportistas; lo bien que quedó su leotardo azul (diseñado por ella) y que le gustó a la mismísima Simone Biles; la épica al verla ejecutar el «Biles» y hacer historia. Otra vez el talento panameño haciendo lo imposible a pesar de todo: esa es la memoria que no debemos perder.

El tricolor panameño recorriendo el río Sena que vio morir a Javert en Los Miserables, es ya memoria deportiva de nuestro país, un recuerdo de todo lo que debemos ser y de todo lo que nos toca por hacer. Y si le sumamos el lema olímpico de Pierre de Coubertin ya tenemos tarea para el nuevo gobierno de RM en materia cultural y deportiva: «Más rápido, más alto, más fuerte, juntos». Ojalá que no se duerman en los laureles.

Artículo publicado en el diario La Prensa, martes 30 de julio de 2024.

24 julio, 2024

Radicales honestos

Es cierto: no todo lo que brilla es oro. Pero hay que reconocerle a nuestro «Macho» Camacho (el de la guaracha, busquen la novela) que es capaz de cierta brillantez cuando quiere descalificar. Mucho grito, mucho indignarse hasta la vergüenza ajena para dar con el mejor calificativo, no solo para los diputados de Vamos, sino para cualquier ciudadano de bien en este país: «Radicales honestos», una maravilla.

La neofobia produce en el afectado una reacción de desprecio contra aquello que amenaza con desestabilizar su «zona de corrupción», y no olvidemos que esta tiene muchas facetas y no siempre se trata de ser botella o ladrón. Las más de las veces, la corrupción se demuestra mirando para otro lado ante el acto corrupto o propiciando el escenario y los medios para que se produzca. El neófobo es experto en gruñirle a lo que es nuevo porque lo fuerza al cambio, y eso no conviene a su estatus quo, por eso el radicalismo honesto le produce sarpullido.

El «Macho» no quiere ser radical, quiere dar forma a su necedad cepillona el grado de «política» o de «valores políticos», quiere hacerla pasar por preocupación nacional, por «el pueblo», cuando no es más que gritadera y pataleo servilista, porque la radicalidad en materia de honestidad requiere de decisiones y actitudes que son totalmente opuestas a lo que él y sus siglas representan: ¡claro que no todo lo que brilla es oro!

Como dice la guaracha del Macho Camacho, La vida es una cosa fenomenal, ¡claro que sí!, y más cuando como ciudadano, en ejercicio o no de la política, pretenden insultar llamándote «radical honesto». Haremos camisetas, lo escribiremos por las calles, haremos pancartas, sí, somos del movimiento de los «Radicales honestos», los que iremos a trabajar todos los días, los que no meteremos la mano en el dinero de todos, los que no gritamos ni rofeamos: somos los que nos mantenemos radicalmente honestos pase lo que pase.

Artículo publicado en el diario La Prensa, martes 23 de julio de 2024

10 julio, 2024

Juan Carlos Méndez Guédez: «Roman de la isla Bararida»

«—¿Vos queréis que os cuente una historia de amor y muerte?». Así empieza la última ¿novela? del escritor venezolano Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, Venezuela, 1967) que se atreve a preguntar a lector si quiere, si se atreve, si se queda a escuchar, porque lo siguiente es «En aquellos días lejanos…», y ya no puedes salirte de la senda del relato, ya estás atrapado en una historia de amor y guerra, de vida y muerte, situada en una isla, la Isla de Bararida, que es también el mundo.

Wari y Najamutu son los protagonistas de esta historia. Adversarios de guerra primero y después amantes de una sensualidad contagiosa, la novela es en su capa más externa una escritura de la propia historia: una sucesión de fragmentos e intentos de contar los encuentros y desencuentros de estos amantes y guerreros (también traidores) que están cumpliendo una misión mucho más alta de la que son capaces de suponer. Esa dimensión reflexiva de que formamos parte de una historia mucho mayor ya sea en el campo de batalla o batallando en el intercambio amatorio, nos contagia de esta oración que encontramos en la página 84: «oración: Bendita seas. Y en vos mis ojos, que no te ven y te miran, cierta en la noche, íngrima y vos. Tan cerca de mi abrazo. Wari. O mi sangre».

La novela aspira a todo. Una vez más asistimos al milagro de la técnica narrativa, que nos sitúa en una suerte de Edad Media tropical/caribe, salpicada de temas y leyendas indígenas que nos llevan a lomos de una isla que no está fija en el mar, que se estremece, que viaja mientras los dioses y los humanos entretejen sus traiciones y amores por el tiempo que va y viene, jalonándonos hacia lo que pasó para volver a contarlo desde otra perspectiva, con otro lenguaje, con otra estructura narrativa, de tal modo que el lector tiene la sensación de haber viajado mundos y sombras lejanísimas en apenas 133 páginas de una belleza que arrolla en un susurro.

Roman de la isla Bararida (Firmamento, 2024), tiene por momentos en su atmósfera y escenarios algo que recuerda a Olvidado Rey Gudú, de Ana María Matute, esa sensación de entrar y salir de distintas y parecidas historias que nos llevan en volandas hacia un final que se antoja, quizás, apocalíptico, con tintes de gran revelación, con la esperada llegada de la Reina María Lionza para que el ciclo, si gusta el lector (yo estoy dispuesto) todo vuelva a empezar, por el mero placer de tropezar otra vez con la belleza que hay detrás de cada frase.

Méndez Guédez despliega toda su inteligencia narrativa, todo su oficio, construyendo como una larga letanía, como una gran oración narrativa, un poema fundacional, una historia de amor y su revés, la muerte, en la que con distintas formas literarias que van desde los cuentos medievales, los bestiarios, la poesía pastoril, los proverbios y sentencias, pequeñas secuencias teatrales, leyendas consigue que la emoción desborde en cada página para deleite y asombro del lector.

Esta novela es también la celebración de nuestra lengua, es la invocación de las grandes formas literarias que componen la historia de nuestra literatura. Santos, brujas, caballeros y guerreras, el autor de Arena negra y Los maletines homenajea al español usándolo con una libertad y belleza poética que lo sitúa entre los mejores escritores hispanoamericanos, cuya obra merece toda nuestra atención. Juan Carlos Méndez Guédez ha vuelto con una gran novela de fragmentos totales (muy quijotesca, lean y hablemos) que se convertirá en la gran metáfora de todo un continente.

Reseña publicada en el diario La Prensa, el 7 de julio de 2024.

Leer aquí la reseña en el periódico.

09 julio, 2024

Una sorpresa poselectoral

Ahora resulta que nadie sabía de la existencia de un subsidio poselectoral, ni siquiera los mismos favorecidos (legal y democráticamente) por el mismo, dando una imagen de poco conocimiento del funcionamiento del Estado y cayendo en el «populismo adolescente» que hay que evitar a toda costa, sobre todo por los recién llegados, a los que los viejos corruptos quieren colgarles tachas morales que no son ciertas: todos ellos, como corresponde por ley, han recibido el mismo subsidio en el pasado.

Pero no se podrá donar al Oncológico. El artículo 217 del Código Electoral dice que «si algún funcionario electo declina recibir el financiamiento público poselectoral…se destinará para el uso exclusivo de investigación científica en la Secretaría Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación». Por desconocimiento se hacen promesas que no se pueden cumplir, que suenan bien, pero que la ley no permite.

Necesitamos pedagogía sobre el funcionamiento del Estado, lo que nos daban en Educación Cívica y que ahora no conviene, porque la información es poder y se le verían las costuras corruptas al sistema. Mejor es mantenernos en la ignorancia para que ahora, después de muchos millones en subsidios poselectorales, nos llevemos la sorpresa. Siempre lo hubo, pero no nos importa cómo funciona este sistema de leyes de autocongueo.

Esta situación ha puesto de manifiesto la maldad política de algunos que, sabiendo que siempre ha existido el subsidio, se han lanzado a acusar de neoratas a los de diputados de Vamos, y detrás de ellos las hordas de desinformados manipulables que pretenden linchar a los que, por el solo hecho de estar en la Asamblea, son el contraste que deja ver la impunidad que seguimos votando.

Pelen ojo a los «populistas adolescentes» para evitar otras sorpresas poselectorales: nada es gratis, el obrero es digno de su salario. Los que ahora vengan con la idea de trabajar y no cobrar son peligrosos: tarde o temprano, más o menos, todo hay que pagarlo, y eso es lo justo.

Artículo publicado en el diario La Prensa, martes 9 de julio de 2024.

Leer el artículo en el periódico aquí.

03 julio, 2024

Sergio del Molino: "Los alemanes"

Con Los alemanes, Premio Alfaguara 2024, Sergio del Molino (Madrid, 1979) ha escrito la que para muchos es su mejor novela, que parte de un hecho poco conocido, y al que el autor de La Piel y La España vacía había dedicado un pequeño ensayo: En 1916, un grupo de alemanes provenientes de Camerún se entrega en la frontera de Guinea a las autoridades coloniales, por ser España un país neutral. Un grupo de ellos se instala en Zaragoza, formando allí una comunidad que no regresaría a Alemania, aunque no escapó al auge y caída del Tercer Reich. Muchos años después, los últimos de aquella saga, los Schuster, Eva, Fede y el padre de estos, ven cómo el pasado vuelve para convertir el presente en una interesante reflexión sobre la construcción de la memoria y la responsabilidad o no sobre lo que pasó o creemos que pasó.

La novela, escrita en primera persona, reparte la palabra a todos los personajes para que podamos los lectores sacar nuestras conclusiones, dibujando la biografía de una memoria, la que construye este grupo de alemanes que, si bien nunca volvió a Alemania y se mantuvo físicamente alejada de los hechos de la Segunda Guerra Mundial y el nazismo, elaboró y guardó una idea romántica de todo aquello, idealizando no solo el pasado colonial camerunés, sino toda la gloria de un imperio que se transformó en la más terrible de las ignominias contemporáneas de la humanidad.

Con una muy inteligente habilidad para la construcción de sus personajes, no distinta a la que ha utilizado en sus anteriores novelas, Sergio del Molino nos introduce en la conciencia de ellos, trazando escenarios y atmósferas que nos revelan lo que de verdad esconden detrás de sus posiciones. Son personajes ricos, que guardan tras sus elaboraciones morales un conocimiento del imaginario sentimental de la familia, que contradice lo establecido o lo que desearía ser, poniéndolos en el compromiso de retratarse sobre sus afectos hacia aquella parte de sus vidas, vinculados a la ternura de sus infancias, a la búsqueda durante su juventud de una identidad alemana dentro de una sociedad española, una suerte de exilio heredado, diferido de sus ancestros, de tal modo que parece que han estado siempre intentando apartarse de aquello que, más allá de ser una ideología, forma parte de su educación sentimental.

El pasado vuelve cuando unos israelíes, que son propietarios del equipo de fútbol de la ciudad, amenazan con sacar a la luz el secreto familiar de Fede y Eva, lo que podría provocar un vuelco en el presente por un pasado remoto que, de solo invocarlo, agrieta las relaciones, las tensa y amenaza la carrera de ambos, sobre todo la de Eva, con un cargo político, y que tiene que sopesar muy bien el impacto mediático de un pasado del que no es responsable (y aquí está la gran reflexión, lucha y discusión del lector con los personajes) más que de su gestión moral y sentimental. El autor, con una cadencia musical, con una capacidad armónica en los diálogos y conversaciones de los personajes, nos mantiene al borde de cada línea.

Para mí, el gran pasaje de la novela está en el sueño que tiene Eva, una tarde revisando un libro que habla de aquella época camerunesa. En un momento se pregunta: «¿Cómo podía algo tan escueto marcar la vida de tantas familias durante tanto tiempo? ¿Cómo podía definirme algo que debería haber sido un cuento de juventud del abuelo de mi padre?» (p.135) Es en este brillante capítulo donde mejor queda dibujado el pasado, los vínculos con él y su memoria.

Una novela estimulante, culta, llena de musicalidad y de una grandísima capacidad para narrar. Sergio del Molino da el gran salto para consolidar la presencia de su obra en América, y abrir nuevos espacios de lectura de sus anteriores libros. No dejen de leer esta emocionante lección del arte de contar historias y de reflexión critica sobre los afectos, las memorias nacionales y los secretos familiares. Y sobre el pasado, que no se cansa de volver para cuestionarlo todo.

Reseña aparecida en el diario La Prensa, jueves 13 de junio de 2024

RM: día uno

Pasados los fastos de la toma de posesión (rey de España incluido), amanece el día uno de la «Era RM», que mantiene la ambigüedad de sus siglas, detrás de las cuales no se puede uno aventurar a trazar una línea que divida a RM de RM, más allá de aquella frase célebre: «mi amistad llega donde empieza el cumplimiento de la ley». Veremos, amanecido este nuevo gobierno, hasta dónde nos llevan los RM.

Asistimos como país a las mismas liturgias políticas: los buenos deseos después de las elecciones (gobierna alguien con un 34%), el baile de nombres de los mismos de siempre, la rofiadera del presidente entrante a los corruptos y las prevenciones a los periodistas que opinen con terquedad contra la nueva administración, como si a alguien le conviniera que las cosas vayan mal solo para tener razón. En pocas palabras, la misma cosa cada cinco años. Pero hay optimismo, optimismo crítico.

La ingenuidad democrática es lo opuesto al optimismo crítico. Situarnos en las esquinas de la patria a soñar que las cosas van a mejorar porque el gobierno es nuevo es una irresponsabilidad ciudadana que no nos ha convenido nunca, y cada vez que amanece una nueva era política, volvemos al silencio de las circunstancias, al poco importa y al juega vivo. Los más radicales se rasgan las vestiduras tricolor porque hay que hablar siempre bien de la patria, olvidando lo que nos enseñó Demetrio: «paisano mío, panameño, tu siempre respondes “sí”», y esa es una malamaña que hay que cortar.

Mantendremos el optimismo crítico, pero cuidado, que nadie confunda crítica con irrespeto o falta de lealtad, no, esa es la estrategia del mediocre y el corrupto cuando se señala su desacierto o abierta maldad: convertir lo dicho en ataque o insulto, cuando lo que se señala es la necia desnudez de aquel rey del viejo cuento de Andersen. Si le pasa a RM, se lo diremos: que nos vaya bien, depende de todos.

Artículo publicado en el diario La Prensa, martes 2 de julio de 2024.