Mi abuelita Chela me pagó el uniforme y el jefe nacional Rover me pidió que dirigiera para ese domingo, a modo de pensamiento espiritual, unas palabras a los participantes de lo que sería mi primer y único ENARO (Encuentro Nacional Rover). Era el verano de 1990 y teníamos toda la vida por delante. El destino, Isla Grande, en el atlántico colonense.
Del viernes 9 de febrero al domingo 11, nos reuniríamos para hablar de nuestros asuntos, conocernos y juntos proyectar el futuro de nuestra rama. Éramos la culminación de un proceso de transmisión de valores que comenzó, en la manada de lobatos y pasó por la tropa Scout. Iban a ser días radiantes de verano para un puñado de buenos jóvenes. Seguir leyendo.
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