Pero la cosa no se quedó allí porque aunque Palita murió no se llevó el cine. Con ella se fue la revista Ecran eso sí, la cosa no estaba para gastar en revistas en aquella época. Pero mi abuela siguió con su cinefilia. Le gustaban las de intriga y las de miedo. Frecuentaba, cuando la economía se lo permitía, el cine y en una de esas experimentó lo que ningún cinéfilo quiere vivir: quedarse sin ver completa una película que prometía por motivos de fuerza mayor. Recuerden que en aquellos años si uno no volvía al cine para ver la película o reponían la cinta años después en los cines se quedaba sin ver para siempre. No existían los videos y cuando estos existían las películas antiguas no eran asequibles. Esta terrible experiencia la sufrió a mi abuela.
Entrando en el cine y con dos niñas, una pequeña y la otra que todavía era un bebé, mi abuela apostó fuerte y confió en mi mamá. “No dejes que tu hermana te ve las galletas porque si no se va a poner a llorar”. Hasta aquí todo bien. El león de la Metro rugió y en la oscuridad del cine todo presagiaba una gran película. Mi mamá dejó ver las galletas que no estaba dispuesta a compartir con su hermana y la niña se puso a llorar. En la pantalla nada más y nada menos que “Los hermanos Karamazov” protagonizada por un Yul Brynner soberbio y dirigida y escrita por Richard Brooks (el bueno, el de los guiones prodigiosos, no confundir con otro) que la convirtió en un clásico. Desde el patio de butacas comenzaron las quejas de los demás espectadores y mi abuela, más allá de la mitad de la película tuvo que salir con las niñas para no volver a ver nunca aquella película. Quise contarle el final de la novela que leí pero no quiso nunca, “a ver si la ponen en la televisión”, decía, pero nunca consiguió verla.
Yo, que tengo la bendita (o maldita, quien sabe) manía de contar me di cuenta con los años que me viene de mi abuela que me “refería”, ese era el término exacto, las historias de su infancia y la de mi madre y claro está, las películas que había visto. Uno de los episodios que me marcaron para siempre, por la excelente manera de contar de mi abuela y mi miedosa predisposición a ser aterrado, lo viví cuando ella se fue al cine con mi tío y mi tía para ver “La profecía”. Era el año 1977 (se estrenó en USA en 1976 en noviembre) y creo que fueron al Plaza o a algún Autocine de los de la época. Al día siguiente le pregunté a mi abuela por la película, da mucho miedo me dijo. Y yo le insistí que me la contara. “¿Seguro?” y yo que sí, que quería saber cómo era esa película. Tenía unos cinco o seis años y al relato de mi abuela minucioso, plástico, lleno de pausas dignas del mejor suspense, reaccioné de la manera prevista: quedé aterrorizado por el niño demonio que tenía grabado en la cabeza el número del diablo.
Las noches de varias semanas las pasé debajo de las sábanas pasando un calor de espanto. Sudando, especulando en mi mente con la llegada del niño diablo que me llevaría a… no sé ya se le ocurriría algo pensaba y me arropaba más y me pegaba sudado a la pared. La cosa se me pasó con el tiempo pero, por si acaso, decidí no jugar con el hijo mayor de una amiga de mi mamá que se llamaba como el niño diabólico: Damián.
Pero lo que me quedó de ese recuerdo de cine es la capacidad de contar de mi abuela Chela que me sembró el alma con el gusanillo de contar historias. La vida en los cines siguió y, mediando el tiempo, mis gustos cinéfilos cambiaron aunque seguí fiel y sin miedos a las películas de intriga y de terror. Incluso en mi barrio, la cuchilla de Calidonia se inauguró los Cines América 1 y 2 que ofrecían cine para adultos y para los demás. A raíz de aquello y por la edad otro tipo de cine, por sus carteles publicitarios sobre todo, hizo despertar en nosotros otro tipo de sentimientos… Continuará.
Entrando en el cine y con dos niñas, una pequeña y la otra que todavía era un bebé, mi abuela apostó fuerte y confió en mi mamá. “No dejes que tu hermana te ve las galletas porque si no se va a poner a llorar”. Hasta aquí todo bien. El león de la Metro rugió y en la oscuridad del cine todo presagiaba una gran película. Mi mamá dejó ver las galletas que no estaba dispuesta a compartir con su hermana y la niña se puso a llorar. En la pantalla nada más y nada menos que “Los hermanos Karamazov” protagonizada por un Yul Brynner soberbio y dirigida y escrita por Richard Brooks (el bueno, el de los guiones prodigiosos, no confundir con otro) que la convirtió en un clásico. Desde el patio de butacas comenzaron las quejas de los demás espectadores y mi abuela, más allá de la mitad de la película tuvo que salir con las niñas para no volver a ver nunca aquella película. Quise contarle el final de la novela que leí pero no quiso nunca, “a ver si la ponen en la televisión”, decía, pero nunca consiguió verla.
Yo, que tengo la bendita (o maldita, quien sabe) manía de contar me di cuenta con los años que me viene de mi abuela que me “refería”, ese era el término exacto, las historias de su infancia y la de mi madre y claro está, las películas que había visto. Uno de los episodios que me marcaron para siempre, por la excelente manera de contar de mi abuela y mi miedosa predisposición a ser aterrado, lo viví cuando ella se fue al cine con mi tío y mi tía para ver “La profecía”. Era el año 1977 (se estrenó en USA en 1976 en noviembre) y creo que fueron al Plaza o a algún Autocine de los de la época. Al día siguiente le pregunté a mi abuela por la película, da mucho miedo me dijo. Y yo le insistí que me la contara. “¿Seguro?” y yo que sí, que quería saber cómo era esa película. Tenía unos cinco o seis años y al relato de mi abuela minucioso, plástico, lleno de pausas dignas del mejor suspense, reaccioné de la manera prevista: quedé aterrorizado por el niño demonio que tenía grabado en la cabeza el número del diablo.
Las noches de varias semanas las pasé debajo de las sábanas pasando un calor de espanto. Sudando, especulando en mi mente con la llegada del niño diablo que me llevaría a… no sé ya se le ocurriría algo pensaba y me arropaba más y me pegaba sudado a la pared. La cosa se me pasó con el tiempo pero, por si acaso, decidí no jugar con el hijo mayor de una amiga de mi mamá que se llamaba como el niño diabólico: Damián.
Pero lo que me quedó de ese recuerdo de cine es la capacidad de contar de mi abuela Chela que me sembró el alma con el gusanillo de contar historias. La vida en los cines siguió y, mediando el tiempo, mis gustos cinéfilos cambiaron aunque seguí fiel y sin miedos a las películas de intriga y de terror. Incluso en mi barrio, la cuchilla de Calidonia se inauguró los Cines América 1 y 2 que ofrecían cine para adultos y para los demás. A raíz de aquello y por la edad otro tipo de cine, por sus carteles publicitarios sobre todo, hizo despertar en nosotros otro tipo de sentimientos… Continuará.
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