Siempre he sido Batman. Desde que tengo uso de razón
el hombre murciélago ha formado parte de mi vida y su oscura sombra de
caballero atormentado me ha perseguido. Mi hija Lucía que descubrió a Batman
conmigo viendo una de sus películas favoritas (Batman, 1966 con Adam West y Burt
Ward) decidió que sería Robin. No me importó pero decidía, sin saberlo, ocupar
una vacante que llevaba años vacía, la que dejó mi hermano Pablo cuando me vine
a vivir a España.
Mi hermano es un gran tipo. Es buena gente,
inteligente, con sus defectos que le humanizan y, sobre todo, con un grandísimo
corazón. Todavía hoy, el día de su cumpleaños, le echo muchísimo de menos. Es
que los hermanos son los primeros sparrings que la vida nos pone delante para
fajarnos en el ring de la vida. Son seres con los que nos peleamos pero con los
que convivimos tan cerca que, superada la infancia, siguen apareciendo por obra
y gracia de la memoria en todos los rincones de nuestra existencia.
Pablo fue el primer “oidor” de mis historias. Era mi único
espectador cuando le contaba cada noche las historias que me inventaba. Fue mi
primer cómplice, mi primer confidente y con el primero que me di de trompadas
de las buenas. Hemos vivido tantas cosas juntos que no lo puedo olvidar, que me
cuesta mirar atrás y no verle en mis alegrías y en mis angustias, allí, a mi
lado, como una extensión balsámica del amor de Dios.
Hoy cumple unos cuantos años, 39 para ser exactos. Yo
le veo venir pisándome los talones desde mis cuarenta añitos (perdonen que ablande
la cifra de forma tan cursi) y confieso que está en mejor forma que yo. Más
alto y, alguna dirá, que más guapo pero eso está por verse, que quien tuvo
retuvo y todo eso.
Robin cumple años hoy. Esta madrugada suena mi móvil.
Me ponía que mi hermano me mandaba una imagen. Luego no supe de mí hasta que el
mismo teléfono me despertó con su alarma. Abro el mensaje: es una foto de Batman
y Robin que les comparto junto a este texto. “Santas catapultas Robin –le contesto–
qué risa, qué recuerdos, qué alegría”.
Me puedo imaginar aquella primera Navidad en la que
estrené hermano. Un ser mínimo, que no dejaba de llorar, indefenso, y yo con mi
año y pico levantado desde el suelo viéndole moverse allí en la cuna sin saber ni
él ni yo el destino que nos deparaba la vida: ser Batman y Robin, el Dúo Dinámico,
los paladines de la justicia en aquella Ciudad Gótica que era la casa de
abuelita Chela donde nos criamos.
Detrás de cada Batman hay un buen Robin. Como no hay
Quijote sin Sancho. No podría yo seguir en mi quijotesco empeño de letras sin
la sensatez aplastante de mi hermano, de mi Sancho sin panza pero con una
conciencia clara de quien soy y sin ningún miedo a decirme que mis gigantes son
solo molinos.
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