Éste cuento ha sido publicado en el suplemento literario del periódico panameño El Panamá América, Día D, el domingo 23 de noviembre de 2008.
Comencé a emborracharme justo al día siguiente de mi última confesión con el padre Domingo. Luego de perder el ojo derecho y la única posibilidad que tenía de ser catequista, sólo me quedaba el ron a palo seco para purificar mis faltas y quitarme de encima esta sensación de pendejo que aun me persigue.
— Paisano —me dirigí al chino Manzanero que me sonrió con dientes amarillo nicotina— dame medio litro de Seco Herrerano.
— “Pero tú buen homble” —sorprendido por mi petición, ocultando la sonrisa—“tú no bebe lon...”
Salí de aquella tienda con mi primer medio litro de seco dejando atrás al chino insultado por metiche y las mujeres que allí estaban persignándose ante mi aspecto de pirata del caribe.
Por aguaitador me pasó lo que me pasó y lo que me pasó es tan absurdo que es mejor reírse que llorar. Tiburón, el que descubrió el huequito para aguaitar a Marianela sigue sin poder evitar la risa cuando me ve, si lo viera el padre Domingo... Pero antes de contarles como dejé la bebida debo referirles como empezó todo.
La señora Aleja, que sigue viviendo en el barrio, es una mujer de armas tomar. Gorda y boquisucia y muy beata, sigue siendo el ángel guardián de su sobrina nieta, y el ángel exterminador de los que la merodean. Marianela, la espiada en cuestión, es una trigueñita preciosa que contaba quince años entonces, pero muy bien distribuidos por su arrebatadora anatomía.
—Valentín que te pierdes —me advertía a mí mismo—, Valentín el sexto, el sexo, cuidado Valentín que es pecado capital.
Yo la miraba desde el balcón, lo reconozco. La veía llegar de la escuela paseando su belleza provocadora e inocente. Me fijaba en aquella faldita color caqui (más corta de lo permitido) y sobre todo en la transparente camisa blanca que me dejaba ver (o imaginar, es lo mismo) el apetitoso botón de su pezón derecho. El izquierdo lo escondía la insignia de la escuela. (¡Perdona Dios mío los recuerdos lujuriosos!). Yo les juro que me metía en la casa y me persignaba y rezaba un padrenuestro y un avemaría y me acordaba del sexto.
—Que por algo Dios lo puso entre los diez Valentín, el sexto es el número de la imperfección humana, ¡ay Valentín que es pecado mortal!— me decía.
Pero lo que más me inquietaba, compañeros, lo que de verdad me estaba volviendo loco, era el descubrimiento que una tarde compartió conmigo, lúbrico y lascivo, Tiburón el boxeador.
—Valentín, allí atrás de los baños de la casa de madera hay un huequito para aguaitar a Marianela, que te he visto que la miras mucho.
— ¡Por favor Tiburón que soy catequista! —le respondí molesto, blandiendo el librito naranja del Catecismo para catequistas.
— ¡Valentín —fruncía el ceño— que somos hombres, por Dios!
Alberto Moreno, alias Tiburón, el boxeador colonense, madrugaba todos los días. Antes de irse a entrenar, a eso de las seis de la mañana, se instalaba ante la ventana del secreto. Aguaitaba un rato y se iba antes de que Marianela terminara su baño. Ella canturreaba, me decía, mientras se enjabonaba despacito, haciendo movimientos circulares con las dos manos sobre su pecho.
—Con el ruido del agua del baño no oye que me voy —sonreía malicioso el boxeador—. Todo está calculado Valentín.
Si la muchacha se retrasaba y se le hacía tarde para ir a su entrenamiento no esperaba: se consolaba pensando que mañana sería otro día. Sabía que de lunes a viernes, a eso de las seis y diez de la mañana, Marianela exhibía su belleza en aquel baño comunal de la casa de madera donde vivía. Ignoro, amigos míos, lo que Tiburón hacía mientras miraba en soledad toda esa maravilla.
—La luz del baño ilumina lo suficiente para verla bien —continúa picarón y sonriente mientras yo ardía de ganas por dentro y rezaba “yo confieso, ante Dios todo poderoso...”
Pasé muchos días dándole vueltas al asunto del huequito, de Marianela y de la lujuria. La sola idea de asomarme al mirador de su intimidad y la posibilidad cierta de dejar de imaginar y abrazar con la mirada la realidad de su cuerpo, me tenían tenso y malhumorado. El deseo me estaba matando y la entrepierna no respondía a mis llamados al orden y la castidad. Es lo que tiene ser soltero y vivir solo.
No les alargo el cuento. Fue el 5 de julio del año pasado cuando me decidí. Esperé en la calle a Tiburón, eran más o menos las seis de la mañana, y nos dirigimos hacia la ventana del paraíso. Temblaba entre entusiasmado y nervioso. Nadie advirtió cómo nos metimos detrás de la vieja casa de madera y tomamos posiciones detrás del baño.
—Cógelo suave —me animaba Tiburón—. Ya has dado el primer paso. En cuanto la veas, se te quita todo. Cuando prenda la luz...”
Unos pasos que se acercaban nos hicieron guardar silencio. El corazón se me iba a salir del pecho. Venía la belleza trigueña e inocente de Marianela a mostrarse entera ante mis ojos.
—Valentín el sexto, Valentín la lujuria, ¡ay Padre perdóname, porque sé lo que hago! —pensaba arrasado de deseos impuros.
Se hizo luz y puse con avidez el ojo derecho en el agujero, intentando llenar de realidad de una vez por todas mis pecaminosas intuiciones. Súbitamente di varios pasos hacia atrás llevándome las manos a la cara. Pensé que algo se me había metido en el ojo pero al intentar abrirlos sentí un dolor agudo, una fría punzada que me previno de lo peor. Con el ojo izquierdo logré verme las manos ensangrentadas y un fuerte dolor fue conquistando mi cabeza poco a poco. Recuerdo eso y la voz chillona y desafiante de la señora Aleja gritando “¡eso te pasa por aguaitar a mi sobrina Tiburón chuchaetumadre, te dije que te andaras con ojo!”. ¡¡Qué paradoja Señor!!
Me atendieron en el Hospital Santo Tomás al que fuimos en taxi, un taxi viejo, sin aire acondicionado y que encima nos cobró tres dólares por la urgencia.
— ¿Qué le pasó al señor? —le preguntó una de las enfermeras a Tiburón que me acompañó consternado en medio del dolor y la vergüenza.
— ¡Una pendejada! —contesté molesto, tapándome con cuidado el ojo con las manos, la camisa bañada en sangre.
Días después de perder el ojo fui a la parroquia a confesarme. El padre Domingo era mi confesor y maestro espiritual desde que era monaguillo y al cual, sin tapujos, le conté todo.
— ¿Lograste ver algo hijo? —preguntó curioso el cura.
—No padre, ¡no pude ver nada! Fue la tía la que entró con el chuzo, —le contesto en tono contrariado tocándome la venda pirata del ojo.
—Bien, mejor para ti, así no tendrás posibilidad de traer a la memoria imágenes lujuriosas y pecar de pensamiento. ¿Entiendes que no podrás volver a dar la catequesis en esta parroquia?
— Entiendo —le respondí resignado bajando la cabeza.
— ¿Te sientes arrepentido ahora hijo?
— ¡Pues no, padre. Siento que soy pendejo! —contesté molesto, levantando bruscamente la cabeza y casi gritando al padre Domingo.
— ¿Y eso?
—Perder un ojo y mi puesto de catequista en la misma mañana por una muchacha de quince años ¿no le parece una idiotez?
—Me lo parece hijo, me lo parece.
— ¡Y encima sin ver nada! —exclamé sin el menor atisbo de vergüenza.
—Pues sí que es una tontería hijo —respondió el padre Domingo medio reído, absolviéndome en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo e imponiéndome una penitencia de cien padrenuestros ante el Santísimo Sacramento.
Por eso digo, queridos compañeros de luchas contra el alcohol, que me acompaña una profunda sensación de pendejo que sólo podía ahogar en la bebida. Es más, esa mañana fatídica Tiburón me cedía, sospechosamente caballeroso, la opción de mirar primero.
—Aguaita tú primero catequista, que yo ya la he visto muchas veces.
Y recordé en ese momento, mientras instalaba mi ojo en el mirador de la gloria, el pasaje del Evangelio que el padre leyó en misa el domingo anterior al fatídico día y que dice algo así como “si tu ojo te es ocasión de caer sácatelo y échalo de ti”. Y fíjense por dónde, ¡ay!, me lo sacaron.
La semana siguiente, mientras dormía la juma en las escaleras de la Iglesia vi a Tiburón conversando con el padre Domingo. Palmaditas en la espalda, bendición para despedirlo como hacía conmigo. Al llegar a mi altura vi que llevaba bajo el brazo el librito naranja del catequista y me lanzó la misma risita maliciosa de cuando me enseñó el huequito. Para más inri sale ahora con Marianela con el beneplácito de la señora Aleja que dicen, no se podía creer que fuera yo el aguaitador lascivo.
¿Ahora entienden por qué bebía? Con lo pendejo que me sigo sintiendo al recordar todo esto, lo que no sé es por qué dejé de hacerlo.
— Paisano —me dirigí al chino Manzanero que me sonrió con dientes amarillo nicotina— dame medio litro de Seco Herrerano.
— “Pero tú buen homble” —sorprendido por mi petición, ocultando la sonrisa—“tú no bebe lon...”
Salí de aquella tienda con mi primer medio litro de seco dejando atrás al chino insultado por metiche y las mujeres que allí estaban persignándose ante mi aspecto de pirata del caribe.
Por aguaitador me pasó lo que me pasó y lo que me pasó es tan absurdo que es mejor reírse que llorar. Tiburón, el que descubrió el huequito para aguaitar a Marianela sigue sin poder evitar la risa cuando me ve, si lo viera el padre Domingo... Pero antes de contarles como dejé la bebida debo referirles como empezó todo.
La señora Aleja, que sigue viviendo en el barrio, es una mujer de armas tomar. Gorda y boquisucia y muy beata, sigue siendo el ángel guardián de su sobrina nieta, y el ángel exterminador de los que la merodean. Marianela, la espiada en cuestión, es una trigueñita preciosa que contaba quince años entonces, pero muy bien distribuidos por su arrebatadora anatomía.
—Valentín que te pierdes —me advertía a mí mismo—, Valentín el sexto, el sexo, cuidado Valentín que es pecado capital.
Yo la miraba desde el balcón, lo reconozco. La veía llegar de la escuela paseando su belleza provocadora e inocente. Me fijaba en aquella faldita color caqui (más corta de lo permitido) y sobre todo en la transparente camisa blanca que me dejaba ver (o imaginar, es lo mismo) el apetitoso botón de su pezón derecho. El izquierdo lo escondía la insignia de la escuela. (¡Perdona Dios mío los recuerdos lujuriosos!). Yo les juro que me metía en la casa y me persignaba y rezaba un padrenuestro y un avemaría y me acordaba del sexto.
—Que por algo Dios lo puso entre los diez Valentín, el sexto es el número de la imperfección humana, ¡ay Valentín que es pecado mortal!— me decía.
Pero lo que más me inquietaba, compañeros, lo que de verdad me estaba volviendo loco, era el descubrimiento que una tarde compartió conmigo, lúbrico y lascivo, Tiburón el boxeador.
—Valentín, allí atrás de los baños de la casa de madera hay un huequito para aguaitar a Marianela, que te he visto que la miras mucho.
— ¡Por favor Tiburón que soy catequista! —le respondí molesto, blandiendo el librito naranja del Catecismo para catequistas.
— ¡Valentín —fruncía el ceño— que somos hombres, por Dios!
Alberto Moreno, alias Tiburón, el boxeador colonense, madrugaba todos los días. Antes de irse a entrenar, a eso de las seis de la mañana, se instalaba ante la ventana del secreto. Aguaitaba un rato y se iba antes de que Marianela terminara su baño. Ella canturreaba, me decía, mientras se enjabonaba despacito, haciendo movimientos circulares con las dos manos sobre su pecho.
—Con el ruido del agua del baño no oye que me voy —sonreía malicioso el boxeador—. Todo está calculado Valentín.
Si la muchacha se retrasaba y se le hacía tarde para ir a su entrenamiento no esperaba: se consolaba pensando que mañana sería otro día. Sabía que de lunes a viernes, a eso de las seis y diez de la mañana, Marianela exhibía su belleza en aquel baño comunal de la casa de madera donde vivía. Ignoro, amigos míos, lo que Tiburón hacía mientras miraba en soledad toda esa maravilla.
—La luz del baño ilumina lo suficiente para verla bien —continúa picarón y sonriente mientras yo ardía de ganas por dentro y rezaba “yo confieso, ante Dios todo poderoso...”
Pasé muchos días dándole vueltas al asunto del huequito, de Marianela y de la lujuria. La sola idea de asomarme al mirador de su intimidad y la posibilidad cierta de dejar de imaginar y abrazar con la mirada la realidad de su cuerpo, me tenían tenso y malhumorado. El deseo me estaba matando y la entrepierna no respondía a mis llamados al orden y la castidad. Es lo que tiene ser soltero y vivir solo.
No les alargo el cuento. Fue el 5 de julio del año pasado cuando me decidí. Esperé en la calle a Tiburón, eran más o menos las seis de la mañana, y nos dirigimos hacia la ventana del paraíso. Temblaba entre entusiasmado y nervioso. Nadie advirtió cómo nos metimos detrás de la vieja casa de madera y tomamos posiciones detrás del baño.
—Cógelo suave —me animaba Tiburón—. Ya has dado el primer paso. En cuanto la veas, se te quita todo. Cuando prenda la luz...”
Unos pasos que se acercaban nos hicieron guardar silencio. El corazón se me iba a salir del pecho. Venía la belleza trigueña e inocente de Marianela a mostrarse entera ante mis ojos.
—Valentín el sexto, Valentín la lujuria, ¡ay Padre perdóname, porque sé lo que hago! —pensaba arrasado de deseos impuros.
Se hizo luz y puse con avidez el ojo derecho en el agujero, intentando llenar de realidad de una vez por todas mis pecaminosas intuiciones. Súbitamente di varios pasos hacia atrás llevándome las manos a la cara. Pensé que algo se me había metido en el ojo pero al intentar abrirlos sentí un dolor agudo, una fría punzada que me previno de lo peor. Con el ojo izquierdo logré verme las manos ensangrentadas y un fuerte dolor fue conquistando mi cabeza poco a poco. Recuerdo eso y la voz chillona y desafiante de la señora Aleja gritando “¡eso te pasa por aguaitar a mi sobrina Tiburón chuchaetumadre, te dije que te andaras con ojo!”. ¡¡Qué paradoja Señor!!
Me atendieron en el Hospital Santo Tomás al que fuimos en taxi, un taxi viejo, sin aire acondicionado y que encima nos cobró tres dólares por la urgencia.
— ¿Qué le pasó al señor? —le preguntó una de las enfermeras a Tiburón que me acompañó consternado en medio del dolor y la vergüenza.
— ¡Una pendejada! —contesté molesto, tapándome con cuidado el ojo con las manos, la camisa bañada en sangre.
Días después de perder el ojo fui a la parroquia a confesarme. El padre Domingo era mi confesor y maestro espiritual desde que era monaguillo y al cual, sin tapujos, le conté todo.
— ¿Lograste ver algo hijo? —preguntó curioso el cura.
—No padre, ¡no pude ver nada! Fue la tía la que entró con el chuzo, —le contesto en tono contrariado tocándome la venda pirata del ojo.
—Bien, mejor para ti, así no tendrás posibilidad de traer a la memoria imágenes lujuriosas y pecar de pensamiento. ¿Entiendes que no podrás volver a dar la catequesis en esta parroquia?
— Entiendo —le respondí resignado bajando la cabeza.
— ¿Te sientes arrepentido ahora hijo?
— ¡Pues no, padre. Siento que soy pendejo! —contesté molesto, levantando bruscamente la cabeza y casi gritando al padre Domingo.
— ¿Y eso?
—Perder un ojo y mi puesto de catequista en la misma mañana por una muchacha de quince años ¿no le parece una idiotez?
—Me lo parece hijo, me lo parece.
— ¡Y encima sin ver nada! —exclamé sin el menor atisbo de vergüenza.
—Pues sí que es una tontería hijo —respondió el padre Domingo medio reído, absolviéndome en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo e imponiéndome una penitencia de cien padrenuestros ante el Santísimo Sacramento.
Por eso digo, queridos compañeros de luchas contra el alcohol, que me acompaña una profunda sensación de pendejo que sólo podía ahogar en la bebida. Es más, esa mañana fatídica Tiburón me cedía, sospechosamente caballeroso, la opción de mirar primero.
—Aguaita tú primero catequista, que yo ya la he visto muchas veces.
Y recordé en ese momento, mientras instalaba mi ojo en el mirador de la gloria, el pasaje del Evangelio que el padre leyó en misa el domingo anterior al fatídico día y que dice algo así como “si tu ojo te es ocasión de caer sácatelo y échalo de ti”. Y fíjense por dónde, ¡ay!, me lo sacaron.
La semana siguiente, mientras dormía la juma en las escaleras de la Iglesia vi a Tiburón conversando con el padre Domingo. Palmaditas en la espalda, bendición para despedirlo como hacía conmigo. Al llegar a mi altura vi que llevaba bajo el brazo el librito naranja del catequista y me lanzó la misma risita maliciosa de cuando me enseñó el huequito. Para más inri sale ahora con Marianela con el beneplácito de la señora Aleja que dicen, no se podía creer que fuera yo el aguaitador lascivo.
¿Ahora entienden por qué bebía? Con lo pendejo que me sigo sintiendo al recordar todo esto, lo que no sé es por qué dejé de hacerlo.