26 septiembre, 2009

Cinefilia congénita I

Paula, Palita. Así se llamaba mi tía abuela que leía la revista Ecran de cine, revista chilena, y que fue la primera cinéfila de mi familia (del lado panameño) en plan formal, cinéfila de ir al cine con frecuencia y lectora de revista técnico-popular sobre el tema, una teórica del séptimo arte que estaba muy puesta en la materia según el testimonio de mi abuela Chela que ya hace años se fue de este mundo.
Pero la teoría del cine que fue construyendo Palita tenía en su centro neurálgico una costumbre lectora que siempre me hizo gracia por lo rotundo: nadie podía leer la Ecran sin que ella la terminara primero. Así las cosas cuando mi madre iba a casa de su tía tenían que preguntar, ante la soledad y abandono de la Ecran sobre una mesa o en el sofá: “tía ¿ha terminado de leer la revista?” A lo que mi madre me cuenta con una sonrisa de memoria feliz que casi siempre ella le contestaba con un mohín de fastidio “no la he leído toda”. Palita tenía ese sentimiento de amor a lo virginal, a lo nuevo, a aquello que nadie había tocado y, ya que ella había comprado la revista, se sentía en la obligación de ser la primera en dar cuenta de ella.
A aquella cinefilia incipiente en mi familia se sumó también mi abuelita Chela que era una amante del cine de “miedo” como le decía ella. Yo en aquella infancia mía era un cobarde, me aterrorizaban las películas de miedo. Pero mi abuela no me abandonó con mi miedo para que me sintiera peor, sino que me contó una anécdota que reveló que lo mío era hereditario.
Resulta que mi abuela quería ver “La momia” (Karl Freund, 1932) en el mítico Teatro Tivoli en la capital de Panamá. Mi abuelita Chela pagó su entrada y la de mi mamá con la emoción del buen cinéfilo que se enfrenta a una película de las grandes. Se sentaron en sus butacas y arrancó la cinta con los aires misteriosos que se le suponen. Todo iba bien hasta que la Momia (un maravilloso como siempre Boris Karloff) salió de su letargo de 3.700 años para asustar a media humanidad, incluida mi mamá, que se refugió detrás de sus manos con sollozos contenidos. Mi abuela vivía con entusiasmo su película, la disfrutaba, pero la hija aterrorizada le cortaba la conexión con el film. “No mires”, le decía a mi mamá y ella entre dedos miraba sin querer las escenas en las que la momia aparecía precedida por la música “in crescendo” hasta que el monstruo aterrorizaba a la audiencia. “Y así se tiró toda la película tu mamá”, terminaba el relato mi abuela ante el cual me sentí más acompañado en la nómina de los miedosos. Disfruté durante años de las películas de miedo, y de las que no eran de miedo, junto a mi abuelita Chela.
Pero Palita era la que leía el Ecran, ella era la cinéfila por definición. Un día un tío mío me preguntó por lo de mi cinefilia, le parecía raro tanto hablar de cine y de actores y películas que no correspondían a mi época. “Cinefilia congénita”, le contesté, y le recordé a su Tía Paula la primera cinéfila de la familia. Se rió y me contó una anécdota que sigue despertando las risas de quien la escucha tantos años después.
Resulta que mi tío es el más pequeño de los seis hijos de mi abuela Chela. Un fin de semana en el que mi tío se iba con Palita a su casa a pasar la noche con su primo, pasaron por delante del ventanal abierto del único vecino que en el barrio tenía televisor por aquellos días. Palita se percató que el mismísimo John Wayne caminaba hacia la pantalla y se detuvo a ver la escena. El legendario vaquero dijo su frase y Palita le comentó con sorpresa a mi tío: “oye, yo no sabía que John Wayne hablara tan bien en español”. Me reí y aprendí aquel día que a los cinéfilos se les puede escapar cualquier cosa y que parece mentira pero hasta la cinéfila venga vía genes. Pero… continuará.

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