Cuentan que cuando mi querido Miguel Delibes comenzó a escribir lo hacía en medio del bullicio de la casa familiar por el interés económico pero con el talento preciso para convertirse, como así fue, en un escritor imprescindible de las letras españolas. Cuando la cosas le empezaron a ir bien resultó que podía alquilarse un pequeño estudio para aislarse del ruido doméstico para concentrase en afinar aun más su oficio de escritor. Una vez allí y en la soledad silenciosa de su nueva estancia, cuando comenzaba a elaborar esa joya literaria que es Los Santos inocentes, se dio cuenta de que no podía arrancar, que le faltaba algo: el ruido. El bullicio de los hijos y después el de sus nietos le traía desde la dimensión literaria los ecos que necesitaba para su escritura.
Eso es lo que le pasa a algunos escritores. Lo mismo Antonio Lobo Antunes, otro grande, que después de dejar su despacho del hospital psiquiátrico donde trabajaba, se iba todas las mañanas hasta allí, estacionaba su coche y se ponía a escribir en plena calle. Pasado el tiempo le dijeron que se quedara en el despacho suyo de antes para escribir, que qué era eso de escribir en la calle. Otra vez el ruido y no ya la furia, sino la literatura.
A los que leemos también nos pasa. Personalmente me gusta leer en lugares públicos sobre todo en el Metro o en los trenes donde el ruido de fondo de los viajeros apretujados y el cruce promiscuo de sus conversaciones absurdas a veces y otras tan intrigantes y profundas que darían para más de un libro, actúan de mar de fondo.
Como lector me gusta la posibilidad de dejarme arrastrar por una buena lectura que te va llevando lejos de donde estás hasta el punto de que, más de una vez, me pasé la parada para ir al trabajo y llegué tarde. “¡Se le pegaron las sábanas o qué!”, me dijo ese martes, no se me olvida, el encargado. Dudé unos instantes entre hacerme pasar por un intelectual que, absorbido por la lectura subyugante de “Las esquinas del aire” de Juan Manuel de Prada, no le importaba parecer un irresponsable con su trabajo, todo por una buena lectura. Mentí diciendo que sí, que me había acostado tarde, que no dormí bien: confesar que me había pasado la parada por ir leyendo me hubiese convertido en ese momento en carne de burla.
¿Es tan raro depender del ruido para concentrarnos? Escritores y lectores somos tan extraños que seguro entenderán estas sensaciones. Los escritores/lectores amantes del ruido disfrutan con su capacidad de hacer el silencio, de apartar el ruido de forma voluntaria y victoriosa para dar paso al abandono de las letras. Los silenciosos, en cambio, tienen que echar media vida fuera de la sala de lectura, del despachito de escritura, para que en la total soledad, en el absoluto silencio, la magia de la lectura y la comparecencia de las letras funcione.
De una u otra forma, lo raro de todo esto es que al final la literatura hace acto de presencia y nos arrastra hasta sus flores como una primavera nueva, nos vuelve a fascinar, nos vuelva a esclavizar por unas horas en la que escribimos o leemos. Una fascinación que no debemos dejar de vivir en silencio o en medio de una tormenta de niños felices.
Eso es lo que le pasa a algunos escritores. Lo mismo Antonio Lobo Antunes, otro grande, que después de dejar su despacho del hospital psiquiátrico donde trabajaba, se iba todas las mañanas hasta allí, estacionaba su coche y se ponía a escribir en plena calle. Pasado el tiempo le dijeron que se quedara en el despacho suyo de antes para escribir, que qué era eso de escribir en la calle. Otra vez el ruido y no ya la furia, sino la literatura.
A los que leemos también nos pasa. Personalmente me gusta leer en lugares públicos sobre todo en el Metro o en los trenes donde el ruido de fondo de los viajeros apretujados y el cruce promiscuo de sus conversaciones absurdas a veces y otras tan intrigantes y profundas que darían para más de un libro, actúan de mar de fondo.
Como lector me gusta la posibilidad de dejarme arrastrar por una buena lectura que te va llevando lejos de donde estás hasta el punto de que, más de una vez, me pasé la parada para ir al trabajo y llegué tarde. “¡Se le pegaron las sábanas o qué!”, me dijo ese martes, no se me olvida, el encargado. Dudé unos instantes entre hacerme pasar por un intelectual que, absorbido por la lectura subyugante de “Las esquinas del aire” de Juan Manuel de Prada, no le importaba parecer un irresponsable con su trabajo, todo por una buena lectura. Mentí diciendo que sí, que me había acostado tarde, que no dormí bien: confesar que me había pasado la parada por ir leyendo me hubiese convertido en ese momento en carne de burla.
¿Es tan raro depender del ruido para concentrarnos? Escritores y lectores somos tan extraños que seguro entenderán estas sensaciones. Los escritores/lectores amantes del ruido disfrutan con su capacidad de hacer el silencio, de apartar el ruido de forma voluntaria y victoriosa para dar paso al abandono de las letras. Los silenciosos, en cambio, tienen que echar media vida fuera de la sala de lectura, del despachito de escritura, para que en la total soledad, en el absoluto silencio, la magia de la lectura y la comparecencia de las letras funcione.
De una u otra forma, lo raro de todo esto es que al final la literatura hace acto de presencia y nos arrastra hasta sus flores como una primavera nueva, nos vuelve a fascinar, nos vuelva a esclavizar por unas horas en la que escribimos o leemos. Una fascinación que no debemos dejar de vivir en silencio o en medio de una tormenta de niños felices.
Artículo aparecido en la revista Panfleto Calidoscopio en julio de 2010.
Foto de Julia Pucela.
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