Volvió a ocurrir. Ayer, después de un día de vértigo en la oficina, teníamos hora para que un técnico de nuestro operador de teléfono nos instalara los aparatos necesarios para ver la televisión. Vaya por delante que me alegré de que me dijera mi mujer Marga Collazo que vendría alguien a ponerlos porque yo, ni idea. Nos llamó por teléfono al móvil porque no estábamos aun en casa. "Diez minutos más", pedí, educado y rogante. Esperó el hombre y estando ya en casa sonó el telefonillo. Me alegré.
Por la puerta entró un hombre alto, silencioso, con ojos azules y pausado, con unas gafas colgando al cuello. Parecía uno de esos genios que se encierran con pensamientos y libros, pensé, y me di cuenta que, salvo los ojos azules y las gafas, acababa de describirme. Se sentó habiendo descargado su mochila roja y me preguntó por la toma del teléfono. Le enseñé dónde y sentado en el sofá, comenzó a sacar todos esos aparatos necesarios para hacer que la televisión se vea. El hombre miraba alrededor, los libros que llenan toda nuestra casa parecían sorprenderle, no incomodarle. Sobre unos cuantos que tengo en una mesilla secuestrada, estaba Ascensor para el cadalso de Miles. Lo cogió (¡atrevido! dirían en Panamá) y lo miró como quien se encuentra por la calle consigo mismo.
Procedió con las tareas técnicas. Llamó varias veces por teléfono porque el código de cliente que tenía apuntado no era el nuestro. “Es impresionante”, dijo en voz alta. No sabía que hablaba conmigo. “La cantidad de libros”, dijo y yo contesté con vergüenza que sí, que bueno... “Yo tengo el mismo dilema”, confesó, “acabo de mudarme y tengo que colocarlos”. ¡Por fin alguien con nuestro mismo problema! “Y encima los discos de jazz”, siguió diciendo, “tengo cinco mil”. ¡No podía ser! “Y encima -señaló el disco de Miles-, este disco que es especial para mí”. Pensé en Vila-Matas y estuve a punto de llamarlo.
Colocó los aparatos Fabián (así se llama) y nos confesamos las mutuas desazones por los libros desordenados, la pasión por el jazz, (sobre todo él, cinco mil discos ¡qué bárbaro!) y hasta opinamos sobre algunos escritores. Tiene de Sudamérica (Argentina para más señas) lo de los libros, confesó. Quedamos en vernos, conversar todos juntos, sus niños con la nuestra y su mujer y Marga con nosotros para hablar de lo humano y lo divino.
Me impresionó cuando dijo que lo más curioso era que de todos los discos que podíamos tener encima de los libros fuera precisamente Ascensor para el cadalso de Miles. “Va conmigo ese disco”, confesó. A ver si mi amigo contacta y nos tomamos ese té con la familia para subirnos con Miles al ascensor y disfrutar de la vida mientras los libros se van escribiendo. Otra vez Vila-Matas y sus casualidades literarias. Comienzo a temerme que vivo en un libro o en un álbum de jazz.
Por la puerta entró un hombre alto, silencioso, con ojos azules y pausado, con unas gafas colgando al cuello. Parecía uno de esos genios que se encierran con pensamientos y libros, pensé, y me di cuenta que, salvo los ojos azules y las gafas, acababa de describirme. Se sentó habiendo descargado su mochila roja y me preguntó por la toma del teléfono. Le enseñé dónde y sentado en el sofá, comenzó a sacar todos esos aparatos necesarios para hacer que la televisión se vea. El hombre miraba alrededor, los libros que llenan toda nuestra casa parecían sorprenderle, no incomodarle. Sobre unos cuantos que tengo en una mesilla secuestrada, estaba Ascensor para el cadalso de Miles. Lo cogió (¡atrevido! dirían en Panamá) y lo miró como quien se encuentra por la calle consigo mismo.
Procedió con las tareas técnicas. Llamó varias veces por teléfono porque el código de cliente que tenía apuntado no era el nuestro. “Es impresionante”, dijo en voz alta. No sabía que hablaba conmigo. “La cantidad de libros”, dijo y yo contesté con vergüenza que sí, que bueno... “Yo tengo el mismo dilema”, confesó, “acabo de mudarme y tengo que colocarlos”. ¡Por fin alguien con nuestro mismo problema! “Y encima los discos de jazz”, siguió diciendo, “tengo cinco mil”. ¡No podía ser! “Y encima -señaló el disco de Miles-, este disco que es especial para mí”. Pensé en Vila-Matas y estuve a punto de llamarlo.
Colocó los aparatos Fabián (así se llama) y nos confesamos las mutuas desazones por los libros desordenados, la pasión por el jazz, (sobre todo él, cinco mil discos ¡qué bárbaro!) y hasta opinamos sobre algunos escritores. Tiene de Sudamérica (Argentina para más señas) lo de los libros, confesó. Quedamos en vernos, conversar todos juntos, sus niños con la nuestra y su mujer y Marga con nosotros para hablar de lo humano y lo divino.
Me impresionó cuando dijo que lo más curioso era que de todos los discos que podíamos tener encima de los libros fuera precisamente Ascensor para el cadalso de Miles. “Va conmigo ese disco”, confesó. A ver si mi amigo contacta y nos tomamos ese té con la familia para subirnos con Miles al ascensor y disfrutar de la vida mientras los libros se van escribiendo. Otra vez Vila-Matas y sus casualidades literarias. Comienzo a temerme que vivo en un libro o en un álbum de jazz.