
Por fin mi mamá compró una máquina de escribir y la tenía en casa. Yo ya llevaba varios años viviendo en Madrid así que no la conocí hasta mucho tiempo después en uno de mis viajes de vuelta a mi tierra. “Mamá me la quiero llevar”, le dije. Ya tenía yo ordenador, no he podido ser como Paul ni como Enrique, pero quería intentarlo otra vez con la máquina. Mamá me dijo que sí, claro, soy su rey, su hijo mayor, el de las ilusiones, todo para el escritor. Y emprendimos el viaje a España mi máquina y yo. Pasaríamos por Miami, el 11 de septiembre no era ni siquiera una pesadilla en nuestras mentes así que me embarque con mi máquina. “La va a facturar” me preguntaron en el aeropuerto al salir de Panamá, “no, es mi equipaje de mano”. Me miraba un poco raro aquella chica joven, como reprochándome la osadía de hacer viajar a una máquina de escribir, "con lo fácil que es el ordenador", todo esto lo deduje por su cara. Ya en el avión, la coloqué con cuidado en los portamaletas. Mi compañero de asiento me puso la cara de la chica de antes. “Pero si en Madrid las venden” pareció decirme. Me hice el distraído y me dispuse a imaginarme ante mi máquina, con la cadencia del golpeteo de las letras sobre el rodillo que soporta heroico la hoja en blanco. Me vi sacando de mi máquina, golpe a golpe, las mejores historias, los mundos mejor construidos, los personajes bien perfilados. Al llegar a Miami los de allí me miraron y pensaron igual que los dos primeros sólo que en inglés, lo supe por sus caras estadounidenses de “I can't believe it”. Ya en Madrid cuando iba a pasar por delante de la Guardia Civil, me preguntaron que de dónde venía. “De Panamá”, contesté agotado del viaje. “¿Y eso?”, señaló el guardia mi máquina. “Una máquina de escribir” contesté secamente. “¿Para qué?” insistió asombrado. “Soy escritor” le respondí y arqueó las cejas resumiendo en español de España todos los rostros del camino: “éste está tonto”. Así llegó mi máquina a Madrid. Escribí, sí, poco. Me mudé y la máquina me siguió fiel y hoy descansa en el trastero entre la ropa de mi mujer Marga Collazo y los juguetes de mi hija Lucía, que ya es mayor, tiene cuatro años, y ya no usa. Por culpa de ese artículo de Vila-Matas me he bajado al trastero, la he sacado y me la he subido para teclear este artículo. A diferencia de él yo tengo un último rollo de cinta guardado. Cuando me asalta la nostalgia la saco y me la subo a casa y mi mujer me pregunta que qué hago que si se ha estropeado el ordenador. “No, cosas de escritores” le digo con solvencia teatral y ella resume en su cara todas las caras de este artículo: éste lo que está es loco de literatura”, y entonces yo me rió y me doy cuenta de que por fin tengo algo que Vila-Matas no tiene y que tiene que ver con su arte literario: cinta para escribir a máquina. "Cuando quiera se la presto", me digo una vez más pero él no se decide a llamarme.