La proliferación de microcuentistas o microrelatistas o simplemente escritores de minificción (minificcionistas) no es ni más ni menos que una manifestación de que en nuestro medio literario algo está cambiando. A pesar de que a nuestro querido Javier Marías (querido sin ironía y no me explico más) le parezca que desde “El dinosaurio” (“ese ya insoportable cuentecillo” según su criterio de mayo de 2007) han aparecido una “corriente imitativa aun más insoportable”. Corriente sí, pero no imitativa. Faltaría más, como si llegar a “El dinosaurio” hubiese sido tan sencillo como llegar al cuarto de baño de cualquier casa o librería.
El microrelato se viene dando desde muchísimo tiempo atrás, no se lo inventó Tito, y ha sido objeto de importantes estudios y cuenta con una larga lista de impecables practicantes. José María Merino, Ana María Shua o Fernando o Iwasaki son sólo algunos de ellos y más que podríamos citar aquí. Hacerlo sería abusar del género. Expertos como Fernando Valls, el profesor Souto, José María Merino, Lauro Zavala por no hablar de Ignacio Reler, son sólo una pequeña muestra de lo que se está haciendo sobre este género que algunos ven como el género que mejor se adapta a los tiempos de crisis.
Y es que la brevedad, la velocidad silenciosa que comunica este género sumado a su capacidad necesaria de hacernos releer, hacen que los hombres y las mujeres paren mucho más, tomen más aire al acercarse a un microrelato que cuando se acercan a la novela. Como nos dijo más o menos Hipólito G. Navarro el día que presentó “El pez volador”, los cuentos son en la mesa de novedades “¿tienes un minuto” y concedes el minuto. Ante las novelas “¿tienes tres meses? a lo cual nadie se detiene. La cosa es así con los géneros literarios en estos tiempos trepidantes. La microficción es entonces “tienes un segundito” y la gente se queda con uno para que se los contemos varias veces para que le cojan todas las lecturas posibles al texto.
No “cuestan tan poco” como se pregunta Marías en su artículo de hace años. La microficción es una disciplina que requiere paciencia, muchos silencios y una gran dosis de humildad por parte del escritor. Pulir, reducir, reescribir parafraseando a Andrés Neuman otro practicante del género. La súbita aparición del microrelato tiene que contar con la necesaria disciplina del escritor y con la irrenunciable, ya no complicidad, sino también disciplina esta vez lectora y atenta del que se enfrenta al texto. Se escriben a sorbos, en jornadas de transpiración literaria y así han de ser leídos, poco a poco y vueltos a saborear para encontrarnos, pasadas varias jornadas, con nuevas texturas en el paladar literario.
Eduardo Berti y Clara Obligado han hecho para “Páginas de espuma” selecciones de grandes microrelatos pero la lista de libros y antologías de ayer y hoy es amplia.
No le hagan caso a Javier Marías: lean microficción, escriban minicuentos, estudien microcuentos, intercámbienlos pero sobre todo vuelvan a leerlos, vuelvan a disfrutarlos. Los que se oponen al género se pronuncian con vehemencia afectada de culturetismo (“microrelatos o algo así”, dice Javier) de pro que suena a resentimiento por no poder escribirlos y ser incapaces de disfrutarlos. En fin a sí es la vida. Por cierto, ¡qué casualidad! el sillón de Marías es el R.
El microrelato se viene dando desde muchísimo tiempo atrás, no se lo inventó Tito, y ha sido objeto de importantes estudios y cuenta con una larga lista de impecables practicantes. José María Merino, Ana María Shua o Fernando o Iwasaki son sólo algunos de ellos y más que podríamos citar aquí. Hacerlo sería abusar del género. Expertos como Fernando Valls, el profesor Souto, José María Merino, Lauro Zavala por no hablar de Ignacio Reler, son sólo una pequeña muestra de lo que se está haciendo sobre este género que algunos ven como el género que mejor se adapta a los tiempos de crisis.
Y es que la brevedad, la velocidad silenciosa que comunica este género sumado a su capacidad necesaria de hacernos releer, hacen que los hombres y las mujeres paren mucho más, tomen más aire al acercarse a un microrelato que cuando se acercan a la novela. Como nos dijo más o menos Hipólito G. Navarro el día que presentó “El pez volador”, los cuentos son en la mesa de novedades “¿tienes un minuto” y concedes el minuto. Ante las novelas “¿tienes tres meses? a lo cual nadie se detiene. La cosa es así con los géneros literarios en estos tiempos trepidantes. La microficción es entonces “tienes un segundito” y la gente se queda con uno para que se los contemos varias veces para que le cojan todas las lecturas posibles al texto.
No “cuestan tan poco” como se pregunta Marías en su artículo de hace años. La microficción es una disciplina que requiere paciencia, muchos silencios y una gran dosis de humildad por parte del escritor. Pulir, reducir, reescribir parafraseando a Andrés Neuman otro practicante del género. La súbita aparición del microrelato tiene que contar con la necesaria disciplina del escritor y con la irrenunciable, ya no complicidad, sino también disciplina esta vez lectora y atenta del que se enfrenta al texto. Se escriben a sorbos, en jornadas de transpiración literaria y así han de ser leídos, poco a poco y vueltos a saborear para encontrarnos, pasadas varias jornadas, con nuevas texturas en el paladar literario.
Eduardo Berti y Clara Obligado han hecho para “Páginas de espuma” selecciones de grandes microrelatos pero la lista de libros y antologías de ayer y hoy es amplia.
No le hagan caso a Javier Marías: lean microficción, escriban minicuentos, estudien microcuentos, intercámbienlos pero sobre todo vuelvan a leerlos, vuelvan a disfrutarlos. Los que se oponen al género se pronuncian con vehemencia afectada de culturetismo (“microrelatos o algo así”, dice Javier) de pro que suena a resentimiento por no poder escribirlos y ser incapaces de disfrutarlos. En fin a sí es la vida. Por cierto, ¡qué casualidad! el sillón de Marías es el R.