HACE UNOS AÑOS, CUANDO SE abrió en la Universidad Nacional el máster de Escritura Creativa, un coro indignado de voces se oyó por todas partes: que cómo se les ocurre, que los grandes escritores nunca se han graduado de ningún sitio, que escribir no es algo que se pueda enseñar.
La pelea, que en el fondo es tan vieja como la literatura misma, se puso de moda hace varias décadas, cuando en Estados Unidos empezaron a nacer por todas partes los talleres literarios y luego las carreras de Escritura Creativa. Que la cosa haya tardado en llegar a Colombia se debe, en parte, a la naturaleza de nuestro país de poetas, donde la palabra tiene un carácter casi sagrado; pero se debe también a que este debate, más que enfrentar dos ideas de la literatura, enfrenta dos culturas: la anglosajona y la latina.
Cualquiera que conozca los dos ambientes sabe a qué me refiero. En el mundo latino, con distintas proporciones en cada país, sobrevive el culto de la inspiración, la idea de que el escritor nace y no se hace, la imagen de Rubén Darío visitado por las musas. En el mundo anglosajón, en cambio, la idea que se tiene de la literatura es más práctica, menos solemne y más terrenal, una idea donde el talento depende más del trabajo y de la técnica que de la inspiración divina. A los escritores anglosajones siempre les ha gustado apropiarse de la fórmula de Edison: el genio es uno por ciento inspiración y noventa y nueve por ciento transpiración. Faulkner, más irónico, decía: “Sólo escribo cuando estoy inspirado. Afortunadamente, estoy inspirado cada día a las nueve de la mañana”.
A mí siempre me ha parecido curioso que este debate sólo se dé en la literatura. A ninguna persona con dos dedos de frente se le ocurriría cuestionar la existencia de conservatorios, por ejemplo, o de academias de Bellas Artes; a nadie se le ocurriría cuestionar que se enseñe armonía y contrapunto a los que quieren ser músicos, o perspectiva y color a los que quieren ser artistas plásticos. Pero pretender que se puede enseñar a escribir ficción… ah, eso sí que no. ¿Por qué será? Tal vez porque, al contrario de lo que sucede en la música y la plástica, la materia prima de la literatura es algo que compartimos todos: el idioma. Y en nuestro medio, los que hacen arte con el idioma han sentido la imperiosa necesidad de decirles a los demás que no se confundan, que todos podemos leer y escribir pero que no todos somos artistas, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
Por supuesto que ni un máster ni un taller le garantiza a nadie escribir En busca del tiempo perdido. Pero es que ir al conservatorio tampoco convierte a nadie en Yehudi Menuhin: lo que sí hace, y es inútil negarlo, es mostrarle un par de herramientas técnicas sin las cuales ni siquiera Menuhin hubiera sido Menuhin. De todas formas, lo importante es otra cosa. Tampoco yo creo que se pueda enseñar a escribir, pero sí creo que estos lugares dan al aprendiz algo muy valioso: tiempo. Tiempo para discutir con gente seria y dedicada a los entresijos de un oficio que es por naturaleza solitario. Es cierto que por cada mil alumnos hay un Ishiguro, un Carver; pero uno oye a Carver o a Ishiguro hablar de sus escuelas y entiende que algo pasa en esos sitios. Yo no sé muy bien qué es, pero no me opongo a que otros traten de averiguarlo.
La pelea, que en el fondo es tan vieja como la literatura misma, se puso de moda hace varias décadas, cuando en Estados Unidos empezaron a nacer por todas partes los talleres literarios y luego las carreras de Escritura Creativa. Que la cosa haya tardado en llegar a Colombia se debe, en parte, a la naturaleza de nuestro país de poetas, donde la palabra tiene un carácter casi sagrado; pero se debe también a que este debate, más que enfrentar dos ideas de la literatura, enfrenta dos culturas: la anglosajona y la latina.
Cualquiera que conozca los dos ambientes sabe a qué me refiero. En el mundo latino, con distintas proporciones en cada país, sobrevive el culto de la inspiración, la idea de que el escritor nace y no se hace, la imagen de Rubén Darío visitado por las musas. En el mundo anglosajón, en cambio, la idea que se tiene de la literatura es más práctica, menos solemne y más terrenal, una idea donde el talento depende más del trabajo y de la técnica que de la inspiración divina. A los escritores anglosajones siempre les ha gustado apropiarse de la fórmula de Edison: el genio es uno por ciento inspiración y noventa y nueve por ciento transpiración. Faulkner, más irónico, decía: “Sólo escribo cuando estoy inspirado. Afortunadamente, estoy inspirado cada día a las nueve de la mañana”.
A mí siempre me ha parecido curioso que este debate sólo se dé en la literatura. A ninguna persona con dos dedos de frente se le ocurriría cuestionar la existencia de conservatorios, por ejemplo, o de academias de Bellas Artes; a nadie se le ocurriría cuestionar que se enseñe armonía y contrapunto a los que quieren ser músicos, o perspectiva y color a los que quieren ser artistas plásticos. Pero pretender que se puede enseñar a escribir ficción… ah, eso sí que no. ¿Por qué será? Tal vez porque, al contrario de lo que sucede en la música y la plástica, la materia prima de la literatura es algo que compartimos todos: el idioma. Y en nuestro medio, los que hacen arte con el idioma han sentido la imperiosa necesidad de decirles a los demás que no se confundan, que todos podemos leer y escribir pero que no todos somos artistas, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
Por supuesto que ni un máster ni un taller le garantiza a nadie escribir En busca del tiempo perdido. Pero es que ir al conservatorio tampoco convierte a nadie en Yehudi Menuhin: lo que sí hace, y es inútil negarlo, es mostrarle un par de herramientas técnicas sin las cuales ni siquiera Menuhin hubiera sido Menuhin. De todas formas, lo importante es otra cosa. Tampoco yo creo que se pueda enseñar a escribir, pero sí creo que estos lugares dan al aprendiz algo muy valioso: tiempo. Tiempo para discutir con gente seria y dedicada a los entresijos de un oficio que es por naturaleza solitario. Es cierto que por cada mil alumnos hay un Ishiguro, un Carver; pero uno oye a Carver o a Ishiguro hablar de sus escuelas y entiende que algo pasa en esos sitios. Yo no sé muy bien qué es, pero no me opongo a que otros traten de averiguarlo.
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