Es evidente: la cotidiana seguridad de que los aviones vienen y van nos ha privado de la comprensión de que la tragedia se puede suscitar. Llevo ocho años trabajando en mi tiempo libre en el Aeropuerto de Barajas, viendo ir y venir aviones de carga y de pasajeros. Nunca pasa nada. Es más, mi gran argumento terapéutico contra aquellos que sienten miedo a volar era, precisamente, que llevaba viendo ir y venir cientos de aviones sin problema.
La cosa cambió ayer, el día del cumpleaños de mi hermana, cuando nos llamaron para decirnos que un avión de Spanair se había salido de la pista. Parecía poca cosa pero el humo que vimos a lo lejos y el trajín de las sirenas nos decían otra cosa. Luego se sucedieron las cifras de fallecidos, las imágenes de los familiares, la desesperación. Mi madre me llama desde Panamá para asegurarse de que estoy bien. Mi hermano, desde allí también, se preocupa y me llama para quedarse tranquilo. La magnitud de la tragedia se queda sin referentes: esto nos supera, nos consterna y nos hace hoy más conscientes de la fragilidad de la existencia.
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