Mi mamá me llamó a Madrid para darme la mala noticia: “tu tío Carlos pasó a la presencia del Señor”. Al principio parecía mentira pero de pronto, como quien se roba la segunda base, la memoria comenzó a derramar imágenes de mi infancia y adolescencia junto a ese hombre bueno que acababa de fallecer. Lloré, me sentí lejos, y lamenté no poder despedirme de él, de no escuchar por última vez su voz, una voz que siempre preguntaba por mí.
Chico Heron más que una gloria nacional del deporte fue un ser humano entrañable, lleno de cariño y poseído por una pasión: el béisbol. Le recuerdo siempre con gorra, con andar pausado, como si se dirigiera hacia el montículo para hablar con su pitcher. Me quería y me llenaba de orgullo formar parte de la dimensión íntima de una persona extraordinaria y reconocida. Cuando decía en la escuela que Chico Heron era mi tío los muchachos se asombraban y me envidiaban un poco. “Tu tío si sabe de béisbol”, me decían ellos que que sabían de pelota.
A mí jamás se me dio bien el béisbol, a parte de verlo en televisión o escucharlo por la radio, Chico Heron nunca me habría firmado con los Yankees, o con Kansas City o con los Phillies de Filadelfia pero aun así me firmó un contrato mejor: ser mi tío, él que me permitió conocer a Billy Martin que vino a dar un “clinic” a Panamá y me dio su autógrafo, o a Roberto Kelly o a Mariano Rivera.
Pero mi tío Carlos fue también un hombre de fe, de una fe sencilla pero profunda en las palabras de Jesús en la Biblia: “el que cree en mí aunque esté muerto vivirá”. Mis primos me dijeron que hasta lo último no dejó de asistir a la iglesia ni al estadio, sus dos grandes territorios íntimos. Un hombre fiel, constante, disciplinado.
Repaso por Internet los homenajes y las palabras de elogio a la figura y a la trayectoria de un hombre que tantas cosas buenas ha legado a Panamá y a los amantes del buen béisbol, que tantos valores ha transmitido a muchos jóvenes que soñaban con tocar el cielo de las grandes ligas y caigo en la cuenta de que de verdad se ha ido, que de verdad no le volveré a ver sino en el cielo, en la morada celestial prometida por Jesucristo.
No podré estar el jueves con mi familia, honrando la memoria de mi tío pero las palabras, la memoria que la muerte desata, son el mejor homenaje de un sobrino escritor que desde el otro lado del planeta lamenta y llora la partida de alguien muy especial. El jueves, cuando Chico Heron reciba el aplauso unánime del deporte nacional, cuado todos digan tantas cosas buenas sobre él, yo rumiaré en silencio y desde la distancia, el recuerdo de lo que viví con él y volveré a saborear su cariño que no se apaga y le batearé un “homerun” a la tristeza para que mi tío Carlos se sienta orgulloso de mi.
Chico Heron más que una gloria nacional del deporte fue un ser humano entrañable, lleno de cariño y poseído por una pasión: el béisbol. Le recuerdo siempre con gorra, con andar pausado, como si se dirigiera hacia el montículo para hablar con su pitcher. Me quería y me llenaba de orgullo formar parte de la dimensión íntima de una persona extraordinaria y reconocida. Cuando decía en la escuela que Chico Heron era mi tío los muchachos se asombraban y me envidiaban un poco. “Tu tío si sabe de béisbol”, me decían ellos que que sabían de pelota.
A mí jamás se me dio bien el béisbol, a parte de verlo en televisión o escucharlo por la radio, Chico Heron nunca me habría firmado con los Yankees, o con Kansas City o con los Phillies de Filadelfia pero aun así me firmó un contrato mejor: ser mi tío, él que me permitió conocer a Billy Martin que vino a dar un “clinic” a Panamá y me dio su autógrafo, o a Roberto Kelly o a Mariano Rivera.
Pero mi tío Carlos fue también un hombre de fe, de una fe sencilla pero profunda en las palabras de Jesús en la Biblia: “el que cree en mí aunque esté muerto vivirá”. Mis primos me dijeron que hasta lo último no dejó de asistir a la iglesia ni al estadio, sus dos grandes territorios íntimos. Un hombre fiel, constante, disciplinado.
Repaso por Internet los homenajes y las palabras de elogio a la figura y a la trayectoria de un hombre que tantas cosas buenas ha legado a Panamá y a los amantes del buen béisbol, que tantos valores ha transmitido a muchos jóvenes que soñaban con tocar el cielo de las grandes ligas y caigo en la cuenta de que de verdad se ha ido, que de verdad no le volveré a ver sino en el cielo, en la morada celestial prometida por Jesucristo.
No podré estar el jueves con mi familia, honrando la memoria de mi tío pero las palabras, la memoria que la muerte desata, son el mejor homenaje de un sobrino escritor que desde el otro lado del planeta lamenta y llora la partida de alguien muy especial. El jueves, cuando Chico Heron reciba el aplauso unánime del deporte nacional, cuado todos digan tantas cosas buenas sobre él, yo rumiaré en silencio y desde la distancia, el recuerdo de lo que viví con él y volveré a saborear su cariño que no se apaga y le batearé un “homerun” a la tristeza para que mi tío Carlos se sienta orgulloso de mi.
Leído durande el funeral de mi tío Carlos por mi hermano Pablo Crenes.